Dadores y Tomadores
“Hay dos tipos de Espíritus en este Universo:
el perecedero y el imperecedero. El perecedero conforma todas las cosas de la
Creación. El imperecedero es lo que no se mueve” (BG 15:16).
“No me habéis elegido vosotros, sino que yo os
elegí, y os he puesto para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto
permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en Mi Nombre, él os lo
conceda” (Jn 15:16). Esta Gracia “la alcanzan los escogidos por Él, porque
ellos lo escogen y a ellos revela Él Su Gloria”(Sal 51, Katha Up 2, Mund Up 2,
Ef 1, Lc 11:13).
“Por esto el Padre me ama: porque Yo doy
mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que la doy libremente,
pues tengo poder para darla y para volver a tomarla. Tal es el mandato
que recibí de Mi Padre” (Jn 10:17-18)[1].
El Espíritu de lo
Eterno es Dador de Vida. El Espíritu de lo Perecedero es Tomador de Vida y
conforma todas las cosas de la Creación, que, durante su existencia temporal,
se asientan en el Espíritu de lo Eterno.
El Espíritu de lo
Eterno es Árbol de la Vida, y el Espíritu de lo Perecedero es ecosistema que
vive a su abrigo. El Eterno sólo se manifiesta de una forma,
sin cambiar jamás (Mlq 3, Ezq 20:44), mientras que el perecedero se manifiesta
de tantas formas como las que nos presentan la diversidad de la flora y fauna.
En el Espíritu de la
Preservación Eterna de la Vida Universal, lo que permanece frente a todo lo que
termina pasando: “la Fe recibe, el Amor da. Nadie podrá recibir sin Fe.
Nadie podrá dar sin Amor. Por esto, para poder recibir, creemos, y para poder amar,
damos, pues si uno no da con amor, no obtiene provecho de lo que ha dado”
(Flp 45-46). Y, porque nadie puede dar lo que no tiene, por eso a quien sólo
busca dar, todo le es dado (Lc 6:27-38): tanto lo que puede dar, como “la
ayuda semejante” o beneficiario de su dadivosidad[2].
Está en la naturaleza
del tomador el no dar nada o muy poco a cambio de lo que recibe, o dar sin amor
o como esfuerzo u obligación y, además, encontrar siempre
motivos para mostrar insatisfacción, ingratitud e inconformismo respecto de
todo aquello que recibe gratuitamente, mirando con desconfianza “el diente del
caballo regalado”, siendo ésta la razón por la que “no obtiene provecho
(espiritual) de lo que ha dado”.
Y está en la naturaleza
del dador el no pedir nada a cambio de lo que da y, además, proveer amorosamente
y sin limitación alguna a sus tomadores durante toda su
existencia temporal, aunque estos se muestren ingratos o indiferentes (Lc 6), razón
por la cual “obtiene provecho (espiritual) de todo lo que ha dado”.
Ésta es la verdadera
diferencia entre lo terrestre y lo celeste; lo corruptible y lo incorruptible;
lo mortal y lo inmortal; lo perecedero y lo eterno (1Cor
15), de tal manera que ambos, para poder existir, se necesitan mutuamente,
pues, del mismo modo que no hay luz sin fuego ni fuego sin leña[3],
no puede haber árboles sin abejas[4],
ni santos sin pecadores[5],
ni, por tanto, puede existir lo Eterno sin lo perecedero, pues, en la
formación de lo que ha de alcanzar la dignidad de la Consumación en la Unidad
de lo Eterno en el Reino de los Fines (Jn 17), es la dualidad la que lo hace
posible como presupuesto para el ejercicio del libre albedrío hasta la
desaparición de la necesidad de contención del riesgo moral (Sab
4:10-15, 11:23-26), pues, a diferencia del resto de criaturas de la Creación, Dios
no busca obediencia en quienes han de ser consumados en la Unidad del
Dios de los Padres y Padre de los dioses en el Reino de los Fines, sino
amorosa lealtad a la Verdad de la Gracia en lo íntimo del Ser[6].
El dador es eterno, y,
ocupándose sólo del alma, sabe que su fuente es inagotable (Tao 4, Jn 17:7-10),
no teme por sus necesidades materiales (Mt 6:25-34) y, como el sol y la lluvia
derraman sus bendiciones sobre todos por igual (Mt 5:45), da a todos sin
prejuzgar ni condenar (Lc 6, HH 2 y 3), sin distinguir entre “extraños” y
miembros del clan familiar, aceptando la condición que a cada uno corresponde
dentro de la Gran Unidad, todo ello como manifestación de su capacidad de poder
pensar lo particular como contenido en lo universal (lo que Kant, en su
“Crítica del Juicio”, denominaba juicio reflexionante).
El tomador es perecedero y,
porque esto intuye (aunque sólo sea en su subconsciente), teme por sus
necesidades materiales y por su vida en este mundo sin ocuparse del alma (Mt
6:32, 10:28), pues “cree que todos son de su condición”[7], y no tiene la facultad de
entender los pensamientos y caminos del dador (BG 9:11, Is 55:8-9) por
incapacidad de poder pensar lo particular como contenido en lo universal, pues
sólo ve separaciones en el Todo o una sola cosa como el Todo, ya sea su familia,
su reputación, su riqueza, …
Es así como percepción,
conocimiento y acción son siempre del mismo signo, ya sea su naturaleza pura,
impura u oscura:
- · Cuando se ve la eternidad en cosas efímeras y el infinito en cosas finitas, entonces se posee un conocimiento puro. Pero si simplemente se ve la diversidad de las cosas, con sus divisiones y limitaciones, entonces el conocimiento que se posee es impuro. Y si, egoístamente, se ve una cosa como si fuera el todo, independiente del Uno y de los muchos, entonces uno se halla en la oscuridad de la ignorancia (BG 18:20-22).
- · La acción que se realiza como acción sagrada, sin egoísmo, con la mente en paz, sin odio o codicia, sin deseo de recompensa, entonces la acción es pura. Sin embargo, cuando la acción se realiza con deseo egoísta, o sintiéndola como un esfuerzo, o pensando que es un sacrificio, entonces la acción es impura. Y la acción que se realiza con mente confusa, sin tener en consideración las posibles consecuencias, o la propia capacidad, o el daño infligido a otros, o las propias pérdidas, esa es una acción de oscuridad (BG 18:23-25).
El alma de los dadores no es
de este mundo perteneciente al Espíritu de lo perecedero, sino que ha sido
arrancada de él (Jn 15:19) para pasar a formar parte del Espíritu de lo Eterno
(Jn 17:16). Como ya hemos avanzado en publicaciones anteriores, el mundo es el
gimnasio del alma, no su alimento: el alma se alimenta de la Palabra de Dios
(Jn 8:47, 4:31-38) y se fortalece en su andadura por el mundo (Jn 17:18).
El anfitrión de la
Vida, para serlo, necesita huéspedes. Y no son, precisamente, los que tienen
capacidad de dar algo a cambio los que reportan utilidad para que el alma del
dador se fortalezca y crezca (Lc 14:12-14).
La existencia del tomador es
solamente prestada para desempeñar su propósito durante su vida útil en el
mundo de lo perecedero, pero no sabe que, aunque la Ley bajo la que vive le hace
creer que mientras más recibe del dador, más derechos tiene sobre él, es
precisamente esta falacia la que, enloqueciendo su entendimiento, le llevará a
una sucesión de estados de paulatina privación del bien (Lc 11:26, 19:24-26, Mc
4:25, Mt 13:12) por el que, finalmente, perece (Jn 8:24, 1Cor 15:55), volviendo
al polvo del que fue formado (Gn 3:19, BG 11:29). Nadie, en su sano
juicio, puede pensar que tiene derecho alguno sobre aquél de quien todo lo
recibe gratuitamente, pero la Ley de los hombres sin Presencia de Dios no está
cimentada en la Sabiduría de Dios.
La existencia del dador, por
el contrario, vuelve al Espíritu de lo Eterno en Dios Altísimo una vez cumplida
su misión en este mundo (Is 55:10-11, BG 18:65) para la Consumación en la
Unidad (Jn 17), y ha de saber todas estas cosas si quiere tener paz
durante su existencia terrenal, pues, a pesar de que su naturaleza le
impulse a seguir dando ilimitadamente, no puede cumplir su misión si,
como se explica en los versículos que hemos citado más arriba, esa acción de
dar no es pura, sino que se siente como sacrificio, carga, esfuerzo o confusión
mental.
Por eso, para el dador, lo
verdaderamente importante y crucial es alcanzar la comprensión de que
esta capacidad de dar libremente la Vida sin temor a perderla no es mérito
suyo, sino de la Gracia de Dios, que Él otorga sobre quien puede ser
existenciado en la Gracia, pues, “aunque también nosotros éramos de esos en
otro tiempo, llevados de la concupiscencia de la carne, siguiendo nuestra
voluntad y sus malas inclinaciones … Dios, … nos vivificó con la vida de
Kristo -gratuitamente habéis sido salvados- y nos resucitó y sentó en
los Cielos por Kristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros la excelsa
riqueza de Su Gracia por Su Bondad en Kristo Jesús. Por la Gracia, en efecto,
habéis sido salvados mediante la Fe. Y esto no viene de nosotros, es un Don de
Dios; no viene de las obras, para que nadie se gloríe, pues somos creación
Suya, regenerados en Kristo Jesús para hacer buenas obras, que Dios de
antemano preparó para que nos ejercitáramos en ellas” (Ef 2:3-10)[8].
Y por eso, para que la
utilidad de ese Don sea pura, esto es, que haya servido al propósito de la
Consumación en la Unidad, “antes de que el polvo vuelva a la tierra como vino,
que el aliento se torne a Dios que lo dio” (Ecl 12:7), de modo que, no actuando
por nuestra cuenta (Jn 8:1-11, 28-29, sino siendo el Espíritu Santo el que,
obrando en nosotros el querer y el hacer (Filip 2:13) y diciéndonos en cada
momento lo que debemos hacer y decir (Lc 12:12), “la Fe recibe, el Amor
da. Nadie podrá recibir sin Fe. Nadie podrá dar sin Amor. Por esto, para poder
recibir, creemos, y para poder amar, damos, pues si uno no da con amor, no
obtiene provecho de lo que ha dado” (Flp 45-46).
[1] Ver
capítulo “El
Mandato Krístico”
[2] Ver
capítulos “La
Fe es el Fundamento y la Prueba” y “LA
AYUDA SEMEJANTE”
[4] Ver
capítulo “Árboles
y Abejas”
[5] Ver capítulo
“Necesitamos
Santos”
[6]
Ver capítulo “6
(III) La Libertad: Nacimiento a la Causalidad de la Causa de lo Existenciable
en lo Eterno”
[7] Ver
capítulo “Cree
el ladrón que todos son de su condición”
