5 (II) La Ley: Causalidad de la Causa de lo Perecedero
II. Pues bien; la Ley, perfecta en el
cumplimiento de sí misma en la preservación de todo lo eternamente efímero, es,
asimismo, contención del riesgo moral del hombre cuyo ejercicio del libre
albedrío (consciente o inconsciente) pretende imponer su voluntad en un orden
perfecto universal, cuestionando, juzgando lo que es bueno y malo y condenando
en los demás todo aquello que no le gusta o que contraviene sus intereses
particulares y amparándose, en muchas ocasiones, en una supuesta autoridad
moral con la que se permite a sí mismo ser protagonista de un esperpéntico
escenario en el que, incluso, se conduce a la humanidad a los más terribles
cismas y rupturas protagonizados por judíos frente a samaritanos, budistas
frente a hinduistas y, a su vez, escisiones entre budistas o entre hinduistas;
sijistas frente a hinduistas y musulmanes; éstos entre ellos mismos (chiítas,
sunnitas o sufistas) y frente a judíos y cristianos; éstos frente a musulmanes
y judíos y entre ellos mismos dividiéndose de manera irreconciliable entre
ortodoxos, católicos, protestantes, … y éstos, a su vez, entre anglicanos,
evangelistas, metodistas, anabaptistas, … y un sinfín de “marcas registradas de
la fe” que, en los capítulos más vergonzantes de nuestra historia han
desembocado en los más aberrantes genocidios y fratricidios, recorriendo la
historia hasta el terrorismo islamista de la jihad de nuestro tiempo presente o las guerras
católico/protestantes en la Irlanda de nuestra historia reciente, pasando por
las cruzadas y la despiadada tortura y quema de herejes durante la inquisición,
todo ello hipócritamente amparado en “la Palabra de Dios”.
Y a todo ello se llega por la soberbia que
no asume humildemente que al hombre no le ha sido dado conocer la Ley. Tan sólo
Dios, artífice de su creación, conoce la Ley y, por lo tanto, cuando se nos
dice “buscad primero el Reino de Dios y Su Justicia y lo demás os será dado
por añadidura” (Mt 6:33), lo que se nos dice es que la Justicia de Dios ya
es perfecta y Suya (no nuestra), como Suyos son el Reino, el Poder y la Gloria
sobre todo lo que existe. El hombre, a lo largo de toda una vida de dedicación
a una rama del conocimiento de una de una sola de las leyes que es parte de
todo ese entramado infinito de leyes que conforman la Ley, no alcanzará jamás a
conocer más que un vaso de la espuma que deja una ola en la orilla del océano
de Sabiduría de Dios.
“Tan
sólo diré en general que todo lo que objetan los ateos para impugnar la
existencia de Dios se basa únicamente en atribuir a Dios efectos humanos, o
arrogar a nuestras mentes tanto poder y sabiduría como para intentar determinar
y comprender qué pueda y deba hacer Dios; de manera que estas objeciones no nos
producirán ninguna dificultad con tal de que recordemos que se han de juzgar
finitas a nuestras mentes y a Dios, por el contrario, incomprensible e
infinito”[1]. Y el problema de los “doctores de la Ley” y
eruditos que tratan de imponer a los demás (e incluso a sí mismos) su
conocimiento “Ley Divina” es exactamente igual al de los ateos: frustrar el
plan de Dios para con ellos (Lc 7:30).
El Hombre nacido para el Reino de los Fines
no ha sido hecho para la Ley; ni para su promulgación ni para su aplicación ni
para su ejecución ni, mucho menos, para arrogarse la titularidad de su
conocimiento imposible. Es la Ley la que ha sido hecha para el Hombre, de
manera que éste, provisto de las condiciones idóneas para vivir conforme al
propósito divino de su existencia, pueda entregarse a conocer lo único que a él
compete conocer: la Sabiduría de Dios para el Hombre que lleva a la vida
Krística de una Razón Pura, siendo la Ley la causalidad de la causa de todo
aquello que le es dado por añadidura sin que él tenga que pre-ocuparse por su
alimento, calzado, vestido o mañana (Mt 6:24-34).
Si, gráficamente, podemos decir que no hay
luz sin fuego ni fuego sin leña, la Gracia es la causalidad de la causa que es
luz que viaja a través de la infinitud eternamente eterna en la quietud
espiritual que es libre de preocupaciones, y la Ley es la causalidad de la
causa que es fuego y leña que permanecen en la finitud eternamente efímera de
la inquietud de la dinámica de una combustión constantemente cambiante del todo
imposible de comprender. Y al hombre ha de bastarle saber que existe la Ley y
que existe la Gracia. Que una es causalidad de la causa de lo perecedero y la
otra es causalidad de la causa de lo eterno: “te basta Mi Gracia, pues mi
Poder se desarrolla en la flaqueza” (2Cor 12:9).