Ministros de la Palabra de Dios



El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la faz de la Tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado.

De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas en cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas en cuanto para ello le impiden. Por lo cual …/… en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío …/… solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce al fin para el que somos creados"[1].

"A los ministros de la Palabra de Dios los quería tales, que, dedicándose a estudios espirituales, no se embargasen con otras ocupaciones: el predicador debe primero sacar primero de la oración hecha en secreto lo que haya de difundir después por los discursos sagrados; debe antes enardecerse, no sea que transmita palabras que no llevan vida ..., pues, son de llorar los predicadores que venden -muchas veces- lo que hacen a cambio de alabanza vana … los que pretenden  ser alabados como retóricos más que como predicadores … distribuyendo mal el tiempo quienes se dan del todo a la predicación sin reservar nada a la devoción, a diferencia del predicador que se retira a degustar dentro de sí a saborear dentro del Alma … Este feliz viador que anhelaba salir de este mundo como lugar de destierro y peregrinación, se servía, y no poco por cierto, de las cosas que hay en él"[2] (Sal 23: de las propiedades puras de las cosas del mundo para el cumplimiento del Fin para el que hemos sido creados[3]).

Dios ejerce Su Presencia en el mundo a través de la “digna colonia de Hijos de Dios en la Tierra (Sab 11:22-26 y 12:7) para ser conocido por quienes andan en las tinieblas y puedan hallar el Camino a la Vida Eterna en el mundo venidero y, antes, a una vida en esta Tierra como en el Cielo (Jn 17:3, Mc 10:26-31): para que todos aprendiesen que es necesario adelantarse al sol para darte gracias y orar a Ti desde que nace el día (Sab 16:28).

 

Negarse a sí mismo es “no hacer nada por nuestra cuenta, sino decir lo que el Padre nos enseña y dejar que se haga Su Voluntad y no la nuestra”, pues, ¿cómo puede el hombre negarse a sí mismo (Mt 16:24) si no es siendo sustituido por Dios? El hombre sólo puede ser causa de sí mismo, y por eso le es imposible escapar de su propio seol. “Pero no para Dios; que para Dios todo es posible” (Mc 10:27).

Y por eso, para la prosperabilidad del Propósito Divino de existenciación del Hombre Nuevo en el Reino de los Fines “nadie echa vino nuevo en odres viejos, porque entonces los odres se revientan, el vino se derrama y los odres se pierden; sino que se echa vino nuevo en odres nuevos, y ambos se conservan” (Mt 9:17)[4].

Tomando el principio de Arquímedes como recurso gráfico para explicar lo que acabamos de exponer, podemos decir que, a medida que la Sabiduría de Dios para el Hombre va ocupando su Ser, los pensamientos y caminos de éste van siendo desalojados de ese Ser en la misma proporción (volumen del líquido desalojado) en que son sustituidos por los pensamientos y caminos de Dios (Is 55:6-12) y, simultáneamente, el Ser experimenta “un empuje vertical y hacia arriba igual al peso del volumen del líquido que desaloja”, de modo que, “radiante e inmarcesible es la Sabiduría; sin dificultad se deja ver por los que la aman y hallar por los que la buscan; ella misma se adelanta a revelarse a los que la anhelan. Quien madrugue a buscarla no tendrá que fatigarse: a sus puertas la encontrará sentada. Ya sólo el darse a ella es perfecta inteligencia; el que por ella se desvela pronto estará libre de inquietud. Porque a los dignos de ella los busca ella misma por doquier y por los caminos benignamente se les muestra, saliendo al encuentro de todos sus pensamientos. Porque su comienzo más seguro es el deseo de instrucción, querer instruirse es amarla; amarla es observar Sus leyes, la guarda de las leyes es garantía de inmortalidad, y la inmortalidad nos avecina a Dios; luego el deseo de la Sabiduría nos eleva al Reino” (Sab 6:12-20)[5].

No hay diálogo religioso que dé fruto para la Vida Eterna si nace de quien busca su propia gloria y no de quien únicamente busca la Gloria de Dios Altísimo, su propia redención y que el mundo pueda ejercer su facultad del ejercicio del libre albedrío para ese mismo Fin: la redención (Jn 5:31-34, 7:18). Y esto, si cabe, es aún más imposible cuando tratamos del diálogo interreligioso.

“La salvación del mundo está en los muchos sabios” (Sab 6:24) que integran ese inmenso Cuerpo del Hijo de Dios en la Tierra  y que, en la diversidad de sus manifestaciones (1Cor 12, BG 18:41-45) de la única Verdad que se halla en el corazón de todas las variantes de la Fe (cristianismo, judaísmo, hinduismo, taoismo, …) conforman esa colonia de Hijos de Dios en la Tierra establecida por Dios, no para juzgar y condenar al mundo, sino, precisamente, para que el mundo se salve (Jn 3:17), despertando al Kristo/Hijo de Dios en lo íntimo del Ser de cada uno de los mortales que quieren recibirlo (Jn 1, 1Jn 5: 10 y 20, 2Cor 13:5)[6].

Para ello, y repartiendo Sus dones según Sus designios (1Cor 12:1-12), ha dispuesto Dios que la actividad de los Ministros de la Palabra sea, precisamente, la predicación: en ellos, los beneficios de la Fe se manifiestan en la predicación, pues, sin predicación la Fe se pudre como el agua estancada que no fluye como el río cuyo caudal es eternamente renovado.

Quien, habiendo recibido ese Don de Dios, no predica su Fe a los hombres que encuentra en su vida, no puede beneficiarse de sus bendiciones (Mt 10:32-33, 1Jn 1:1-4). Y quien no puede decir “venid y veréis (Jn 1:39) todas las bondades con las que Dios me bendice cada día (Sal 23)”, tampoco puede predicar su Fe. Es necesario alcanzarla primero para predicarla después. Pero de nada sirve alcanzarla si no es para predicarla, pues sólo por y para la predicación son obrados Sus milagros (Mc 16:15-18, Gal 1:15-16, 1:23, 2:2, 3:2, 3:5, …)[7].

Y también ha establecido Dios, a ese único propósito, y según los Dones por Él repartidos para Sus Ministros de la Palabra, una predicación cuantitativa y una predicación cualitativa (Mc 4:11, BG 18:67-69), pues ambas son necesarias: la predicación cuantitativa es, por así decirlo, la labor del movimiento que va recorriendo aldeas (Mc 1:38) para el reclutamiento de quienes, viviendo aún en un mundo al que aborrecen (Lc 14:26) y que, a excepción de efímeros momentos de ilusoria felicidad, todo lo juzga desde el llanto y el crujir de dientes por cualquier cosa[8], desean ser sacados del mundo y de sus juicios y aspiran a la predicación cualitativa de quienes han sido sacados del mundo (Jn 1:38-39, 15:18-19).

“El signo de vuestro Padre en vosotros es un movimiento y un reposo” (Tom 50)[9]: una predicación es para quienes aún andan en un mundo del que quieren salir (el movimiento), y la otra es para quienes, habiendo salido del mundo, y cerrando la puerta tras de sí (el reposo del monasterio), han entrado en la habitación en la que nada hay oculto que no haya de ser revelado por el Padre, en lo secreto, a quien ya no entra y sale, sino que, habiendo sido liberado del mundo, vive en la Casa para siempre (Mc 4:22, Mt 6:6, Jn 8:35-36). Y es de estos últimos Ministros de la Palabra de los que San Francisco de Asís esperaba que “dedicándose a estudios espirituales, no se embargasen con otras ocupaciones para, así, poder transmitir Palabras llenas de Vida” al resto de hermanos de la congregación monástica, cuyos Dones Divinos, distintos de la predicación, ningún fruto para la Vida Eterna pueden dar sin ese alimento diario que es la predicación administrada por los Ministros de la Palabra (Jn 4:32-34, 6:27-40, 8:47).

Ya fuere en la predicación cuantitativa, como en la predicación cualitativa, el hábito (prenda de vestir) no hace al monje, pero sí el hábito (costumbre) de vida: ese “sacar primero de la oración hecha en secreto lo que haya de difundir después por los discursos sagrados y con el que debe antes enardecerse, no sea que transmita palabras que no llevan vida”. La utilidad del hábito (prenda de vestir) en el monje, sin embargo, no es baladí: que el mundo pueda saber de antemano lo único que va a poder encontrar en él (Mt 11:7-10). Y, en este sentido, el hábito protege al monje de las injerencias de un mundo del que ha sido sacado por Dios y, sin el cual, el mundo, por desconocimiento, seguiría demandando de él mundanidad (Mt 4:1-11). Y por eso al monje Dios lo viste con ambos hábitos: con la costumbre (lo invisible) que garantiza su plena dedicación al Fin para el que fue creado y con la prenda de vestir (lo visible) que detiene la injerencia de todo aquello con lo que el mundo, que ama lo suyo, pretende alejarlo de dicho Fin.

“Escudriñad la Escrituras, ya que en ellas creéis tener vida eterna: ellas testifican de Mí” (Jn 5:39). “El hombre que rechaza la palabra de las Escrituras y sigue el impulso del deseo, no alcanza ni su perfección ni la dicha, ni la Vía suprema. Que las Escrituras sean, pues, tu autoridad para decidir acerca de lo que es correcto y lo que no lo es. Conoce la palabra de las Escrituras y cumple en esta vida con la labor que has de realizar” (BG 16:23-24). “Entregarse al estudio es crecer día a día” (Tao 48). “El estudiante que busca y estudia estas enseñanzas fomenta la evolución de la humanidad, así como su propio desarrollo espiritual. El estudiante que las ignora, obstaculiza el desarrollo de todos los seres” (HH 54); y “la salvación del mundo está en los muchos sabios” (Sab 6:24).

“Examinadlo todo y quedaos con lo bueno” (1Tesal 5:21): vivid “recitando las páginas purificadas que contienen los Libros Verdaderos para la evidencia de la rectitud” (Cor 98:1-3); pues, “toda Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena” (2Tim 3:16-17).

Marta, Marta, que andas inquieta y acelerada por demasiadas cosas, cuando bien poco, sólo una es necesaria. María, en efecto, ha escogido la parte mejor, que no le será arrebatada (Lc 10:42). La mies es mucha y lo obreros, pocos. Pedid al Señor de la mies que envíe más obreros a Su mies (Mt 9:35-38)[10].



[1] Ignacio de Loyola: “Ejercicios Espirituales” [23]

[2] Tomás de Celano: Vida de San Francisco de Asís (Vida Segunda, Capítulos 122-124)




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