8 (II) El Tiempo dado

 


   II. Llamamos pasado, presente y futuro a las formas que adoptan las partículas del tiempo, agrupándose y desagrupándose para volver a agruparse, pero el tiempo jamás desaparece, sino que permanece o “cambia de manos”, pero jamás desaparece. No “se va” al pasado ni al futuro. Es lo único que permanece y es lo que, realmente, significa la palabra Eternidad.

   “Sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las cosas futuras. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo en el alma, y fuera de ella yo no veo que existan: presente de las cosas pasadas (la memoria), presente de las cosas presentes (visión) y presente de las cosas futuras (expectación)”[1], es decir, aquello que tiene presencia en nosotros en la memoria, en la visión y en la intención, pues, presente y presencia son la misma cosa y, por eso, “es necesario mantener el corazón puro de cosas que no sirven para satisfacer a Dios. Hay que purificarlo de malos recuerdos. El corazón del siervo es el tesoro de la biblioteca de Dios; el Hombre es su guardián. Cualquier otra reflexión que no sea Dios es un robo y un pillaje. Es necesario cerrarle el camino del corazón”[2], porque en esto consiste caminar en Su Presencia.

   Y toda la Sabiduría de Dios para el Hombre consiste en una enseñanza (siempre la misma en todos los Libros Sagrados y en todos los “tiempos”) para la preservación del tiempo dado, de manera que, en lugar de verse abocado a “cambiar de manos”, pueda ser conservado en cada uno de nosotros eternamente.

   “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos y Mis caminos no son vuestros caminos. Sí, tanto como el Cielo por encima de la Tierra se elevan Mis caminos sobre vuestros caminos y Mis pensamientos sobre vuestros pensamientos” (Is 55:8-9), pues, “Yo no cambio; volved a Mí y Yo volveré a vosotros” (Mlq 3:6-7), “Convertíos de todos vuestros pecados, y el pecado no será más vuestra ruina. Echad lejos de vosotros todos los pecados que habéis cometido contra Mí, haceos un corazón nuevo y un Espíritu nuevo. ¿Por qué vais a morir, casa de Israel (Is-Ra-El)? Que Yo no me complazco con la muerte de nadie. Convertíos y viviréis”(Ezq 18:30-32).

   Tomando el principio de Arquímedes como recurso gráfico para explicar lo que acabamos de exponer, podemos decir que, a medida que la Sabiduría de Dios para el Hombre va ocupando su Ser, los pensamientos y caminos de éste van siendo desalojados de ese Ser en la misma proporción (volumen del líquido desalojado) en que son sustituidos por los pensamientos y caminos de Dios y, simultáneamente, el Ser experimenta “un empuje vertical y hacia arriba igual al peso del volumen del líquido que desaloja”, de modo que, “radiante e inmarcesible es la Sabiduría; sin dificultad se deja ver por los que la aman y hallar por los que la buscan; ella misma se adelanta a revelarse a los que la anhelan. Quien madrugue a buscarla no tendrá que fatigarse: a sus puertas la encontrará sentada. Ya sólo el darse a ella es perfecta inteligencia; el que por ella se desvela pronto estará libre de inquietud. Porque a los dignos de ella los busca ella misma por doquier y por los caminos benignamente se les muestra, saliendo al encuentro de todos sus pensamientos. Porque su comienzo más seguro es el deseo de instrucción, querer instruirse es amarla; amarla es observar Sus leyes, la guarda de las leyes es garantía de inmortalidad, y la inmortalidad nos avecina a Dios; luego el deseo de la Sabiduría nos eleva al Reino” (Sab 6:12-20).

   “Observar Sus leyes” no es vivir bajo la Ley, como ya hemos ido exponiendo, sino, precisamente, y por haber conocido su existencia, vivir conscientemente en la Gracia que nos ha liberado de la Ley para no volver a vivir bajo su yugo y su aguijón (Gal 5:4), tal y como ocurre cuando, en la Quietud del Sal 131 que es la Paz de Dios que ya no turba el corazón ni tiene miedo (Jn 14:27), se observa el Sal 119 desde la perspectiva de la región de Dios Altísimo y se puede contemplar el orden perfecto de todo lo que existe bajo la capa del Cielo cuando esa Sabiduría de Dios para el Hombre germina en la tierra fértil de una vida que es Krística de Una Razón Pura. Por eso nos dice Pablo que “Dios, rico en misericordia, por el inmenso amor con que nos amó, estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos vivificó con la vida de Kristo -gratuitamente habéis sido salvados- y nos resucitó y sentó en los Cielos por Kristo Jesús” (Ef 2:4-6).

   Pues, “porque todo el que pide, recibe, el que busca, halla, y al que llama, se le abre la puerta” (Mt 7:8), quien ha pedido “concédeme la Gracia de Tu visión pura y dame la Vida conforme a Tu Palabra, pues Tu Palabra es Verdad. Hágase Tu Voluntad y no la mía, pues solo Tú sabes lo que es universalmente bueno y puedes dar a mi existencia el propósito perfecto según Tus designios”, esto es lo que obtiene: un presente continuo -presente de las cosas pasadas (la memoria), presente de las cosas presentes (visión) y presente de las cosas futuras (expectación)- en el que “hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23:43) y en el que el tiempo dado tiene una única utilidad cuando Dios ha llenado la copa hasta que ésta empieza a rebosar: “proclamad, pues, de corazón que sois el Día perfecto y que en vosotros mora la Luz que no desfallece. Hablad de la Verdad con los que la buscan y del conocimiento a los que han pecado en su error” (Val 32). Pues, porque presente y presencia son la misma cosa, y porque tiempo es todo lo que tenemos y/o somos, “camina en Mi Presencia y sé perfecto” (Gn 17:1) significa justamente ser un Día Perfecto (presente perfecto), de modo que, en quienes viven una existencia Krística de Una Razón Pura durante su andadura en el Camino que lleva a la existenciación en el Reino de los Fines, el tiempo, para hacerse visible, “se viste” con la Gracia de una Belleza tal que “ni siquiera Salomón, con todo su esplendor, se vistió como uno de ellos” (Mt 6:29); una Belleza que sólo Dios Altísimo y quienes habitan en la región del Altísimo pueden ver y celebrar “en lo secreto” (Mt 6, Jn 8:56, Ap 12:12), pues, “el hombre animal no capta las cosas del Espíritu de Dios; son locura para él y no puede entenderlas, ya que hay que juzgarlas espiritualmente” (1Cor 2:14). Y el Hombre Krístico no busca la alabanza de los hombres, sino la de Dios Altísimo (Flp 85, 2Cor 10:17-18, Jn 7:18).



[1] Conf: Libro X, Cap. 20 (26)

[2] NN 8




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