Matrimonio y Divorcio: Ganancia y Pérdida de Oportunidad para la Gracia


Quien bendice a Dios Altísimo en cualquiera de Sus criaturas (Mt 25:40), es bendecido por toda Su Creación (Sal 103).

Así es la continuidad infinitesimal de los vínculos universales, pues "la causa está causada por aquello de lo que ella es la causa" (Ibn Arabí: "La Extinción en la Contemplación" y "Los Engarces de las Sabidurías").

Por eso, todo cuanto deseéis que os hagan los hombres, hacedlo igualmente vosotros con ellos. Porque ésta es la Ley y los profetas (Mt 7:12).

No existe otra Ley en la Gracia.

Las bendiciones que una sola célula del cuerpo recibe del trabajo del conjunto de todas las células del cuerpo a cambio de su ínfima contribución son infinitamente desproporcionadas, porque, en ella, "todo lo que hagáis con uno solo, a Mí me lo hacéis" (Mt 25: 40).

Basta con que Dios ponga una sola persona en cada momento de nuestra vida para ejercitarnos en la Gracia, para que "la maquinaria" de Toda la Creación derrame sobre nosotros desproporcionadamente Sus infinitas Bendiciones (Mt6/Lc6, HH 26).

No es con las "obras grandes" como se engrandece nuestra alma, sino con las "pequeñas obras" (Sal 131) que Dios hace grandes (Jn 9:3) porque se vuelven universales y divinas.

De entre todas las "pequeñas obras" posibles, el matrimonio ha sido especialmente diseñado por Dios como El Gran Medio para ejercitarnos en la Gracia a través de la fidelidad y del respeto, día a día, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo, para amar y cuidar del otro hasta que la muerte los separe.

Los demás van y vienen. Incluso los hijos alzan el vuelo, abandonando el nido cuando llega el momento. Pero en el matrimonio se halla la "oportunidad de oro" para ejercitarse en la Gracia "hasta que la muerte los separe".

El matrimonio nada tiene que ver con el rito religioso que lo adorne para darle validez, ya sea en Occidente, en Oriente, en el Norte o en el Sur. En mi vida, a lo largo de décadas de ejercicio en la abogacía, he tenido la oportunidad de ver, con tristeza, cómo grandes defensores de la validez única del matrimonio según su confesión religiosa, mantienen su matrimonio por simple “conveniencia” social o económica, pero dispensando a su cónyuge un trato abusivo y denigrante o, igualmente, y según su “conveniencia”, no escatiman en medios para atacar y aniquilar en los tribunales y fuera de ellos a su cónyuge, llevándose por delante en su empeño la paz, el tiempo y gran parte de la vida de todos sus familiares y amigos, sin tan siquiera tener ojos para ver cuán inconveniente para todos los demás es esa “conveniencia” suya.

Lo mismo he visto en otros ámbitos de las relaciones humanas (trabajo, familia, comunidades de vecinos, …) y de lo cual me ocuparé en el capítulo siguiente.

Lo único que da validez al matrimonio como instrumento de la Gracia es ese Amor que Pablo de Tarso tan bellamente describe como paciente, benigno, que no envidia, que no presume, que no se engríe, que no es indecoroso ni busca su interés, que no se irrita ni lleva la cuenta del mal, que no se alegra de la des-gracia del otro, sino que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo soporta y todo lo espera una y mil veces mil (1Cor 13), porque todo ello se hace como acción sagrada (BG 18:23).

Ese Amor jamás abandona al otro a su suerte y, a la vez, es tan grande que, en el más escrupuloso respeto al libre albedrío, no impedirá que el otro se marche si ésa es su voluntad, pero volverá a recibirlo con los brazos abiertos y con la misma generosidad en cuanto quiera volver, para lo cual mantendrá siempre sus puertas y su "bolsa" abiertas y no tendrá en cuenta nada de lo pasado (Rom 7:10-16).

Y por eso el divorcio es la pérdida de oportunidad del Medio más valioso que Dios nos ha dado para ejercitarnos en el Amor Puro con quien no conocíamos de nada y nos permite poner en práctica cada día de nuestra vida todo lo que se nos dice que es necesario para alcanzar la Gracia Universal y llegar a Ser Hijos del Altísimo (Lc 6:27-49).

Y cuando esa separación es inevitable, como, por ejemplo, ocurre en los casos de violencia doméstica, ese Amor jamás se transforma en odio, sino en compasión por quien vive en una espiral descendente que se dirige a las más oscura de las tinieblas.

A esto es a lo que Dios llama "la ayuda semejante" (Gn 2:18, Sal 131) imprescindible y necesaria para que el hombre no esté solo y no vaya dando tumbos erráticos en el andar de esta vida hasta ser consumido por el agujero negro que es el centro de gravedad egoísta de su propia "galaxia".

Y quien no es capaz de llegar a entender esto a lo largo de su vida matrimonial, no ha entendido que, precisamente, en esto consiste la culminación de la vida Krística de Una Razón Pura de quien llega a ser perfecto andando el Camino Integral por el que “el discípulo no es superior a su Maestro, pero el que es perfeccionado, llega a Ser como su Maestro” (Lc 6:40): “camina en Mi Presencia y sé perfecto” (Gn 17:1) y “en ti serán bendecidas todas las gentes” (Gal 3:8).

Y tampoco ha entendido que “os he designado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, a fin de que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando: que os améis unos a otros (Jn 15:15-17)[1] y que quien sólo es capaz de amar cuando es amado y complacido, ninguna Gracia puede esperar de Dios, pues sigue viviendo “sin Dios en el mundo” (Ef 2:12), por mucho que, de cara a la galería, vaya vociferando “Señor, Señor”(Mt 7:21-23) y su vida se vista de piedad afectada con apariencia de Sabiduría, pero que únicamente persigue su propio interés (Col 2:20-23) y, por tanto, en todos los órdenes, sigue temiendo por su propia vida.

Por el contrario, quien ha entendido el inmenso valor del matrimonio como medio para el único Fin, que es el camino de perfeccionamiento espiritual durante nuestra vida en este mundo, verá cada día de su vida cómo esa Gracia otorgada "a uno de estos pequeñuelos" (Mt 25:40) en quienes muchas veces, por egoísmo e ignorancia, no sabemos reconocer a Dios mismo brindándonos la oportunidad de Ser Sus Hijos (Jn 21:4-5, BG 9:11), “alábante Tus obras para que te amemos; y amámoste para que te alaben Tus obras” (San Agustín: "Confesiones") al ritmo de una espiral incesantemente creciente e infinita en la Dicha Suprema.




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