13.1 (II) En Espíritu y en Verdad
II. Pues bien, sólo en ese
autoconocimiento de la razón humana en sí misma y en cómo conoce lo que está
fuera de sí misma llega el hombre a entender qué es lo que le impide el
conocimiento de lo Divino y que no es otra cosa que “comer del árbol de la
ciencia del bien y del mal”, buscando un “mal” que no existe, pues Dios no ha
hecho nada malo. Buscar “el bien y el mal” no es ser un dios, Hijo de Dios, por
participación en Dios Altísimo (Sal 82:6-7, Jn 10:34-35), sino pretender
erigirse en un dios que juzga y condena lo que Dios ha creado con Amor,
Sabiduría y Perfección universales, de una manera que le es del todo imposible
entender a la limitada, pero soberbia y vanidosa razón humana, que, sin ese
autoconocimiento de sus propias competencias, limitaciones e inclinaciones,
siempre encuentra mayor satisfacción en ver la paja en el ojo ajeno
(incluido el de Dios) que la viga en el propio (Lc 6:41). Y su propia
ceguera es la que le impide ver que es su propio entendimiento atrapado dentro
de los límites de la razón el que es causa del mundo imperfecto que ven sus
ojos y al que sirve como esclavo que no sabe lo que hace su Señor.
La razón es una función cerebral que, como
la función de cualquier otro órgano del cuerpo, siempre se encuentra al
servicio de un espíritu/causa/fin que gobierna a todos los que conforman esa
región (causalidad) del cuerpo, ya sea el hígado, el bazo o el pulmón. La
función cerebral que desempeña la razón humana es poner de manifiesto “lo
que sale de dentro” (del espíritu/causa/fin que la gobierna) dándole forma
de pensamiento, palabra, obra u omisión. Y la razón “razona” para el
cumplimiento de los fines de ese espíritu que la gobierna, pues, aunque lo
ignore por falta de ejercicio de su conocimiento consciente (inercia), es ese
espíritu el que actúa como centro de gravedad que, como tal, ejerce una fuerza
de atracción irresistible sobre todo su Ser
(cuya manifestación es pensamiento, palabra obra y omisión), al tiempo
que lo aleja de cualquier otro centro de gravedad. Y, precisamente, porque la
fuerza de atracción irresistible que ejerce un centro de gravedad es, a su vez,
fuerza que lo aleja de cualquier otro centro de gravedad, “nadie puede
servir a dos señores a la vez, porque odiará a uno y amará al otro, o bien se
unirá a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt
6:24) o a cualquier otra cosa que no sea la Suprema Personalidad de Dios;
ni tan siquiera a “qué comeréis, qué beberéis y con qué os vestiréis”
(Mt 6:25), pues todas ellas son centros de gravedad que atraen hacia sí mismas
y alejan de Dios Altísimo (Mt 6:32-34).