14.1 (IV) Razón adversa y Razón propicia
IV. Todo, cada cosa, es
imagen/forma/hijo del nombre en que se contiene lo nombrado (sus atributos). Y
todo es obra del espíritu que gobierna a ese ser, dando nombre y forma visibles
a ese espíritu invisible. Y es Dios mismo el que da a cada cosa el espíritu que
le corresponde. Lo único que diferencia al hombre del resto de criaturas
creadas es el libre albedrío: de todos los animales que pueblan el mundo, el
hombre es el único que puede elegir espíritu, a través del libre albedrío, para
que gobierne su razón. Y el libre albedrío se ejerce consciente o
inconscientemente y necia o sabiamente.
Y es Dios mismo el que da a cada cual
espíritu según sea el ejercicio de su libre albedrío (Is 66:3-4 y Lc 11:13), de
modo que, por obra de ese espíritu, cada uno es forma/imagen visible de su
propio nombre espiritual. De ahí la suprema importancia que se da al Nombre de
Dios en todos los Libros Sagrados: desde “Padre nuestro, que estás en los
Cielos, santificado sea Tu Nombre” (Mt 6:9) al “lo ampararé, pues conoce
Mi Nombre” (Sal 91:14) o “sin Nombre, el origen de todas las cosas; con
Nombre, la madre de las diez mil cosas” (Tao 1), hasta el “uno dirá ‘yo
soy de Yavé’, otro tomará el nombre de Jacob, otro escribirá en su mano: ‘de
Yavé’, y se dará el sobrenombre de Is-Ra-El … por amor de mi siervo Jacob y de
Is-Ra-El, mi elegido, te he llamado por tu nombre” (Is 44:5, 46:4).
Todos los espíritus son de Dios. Y
todos son buenos. Simplemente, el espíritu que Dios no ha designado para el
hombre, sino para otras criaturas, se hace malo en el hombre que lo elige
porque no es que le corresponde. Y esto sólo ocurre porque el hombre no hace uso
de la razón para aquello único que lo distingue del resto de animales de la
Creación: el ejercicio del libre albedrío que elige consciente y sabiamente
Espíritu Santo, de modo que la razón, en su trabajo de procesamiento
algorítmico de infinidad de datos a su disposición, se hace pura en su utilidad
divina como aliada del Hombre que dice “Yo voy al Padre”, en vez de ser
adversa al propósito que Dios ha dado a la existencia para el Hombre. Ése es el
único uso correcto que Dios ha dado a la razón humana. Y pureza es dar a las
cosas su utilidad correcta, de modo que, insistiendo en el ejemplo de las
naranjas y el estiércol, “nada es de suyo impuro, sino para el que juzga que
algo es impuro, para ése lo es” (Rom 14:14), al mantener presencia
consciente del fin buscado (la perfección en Dios Altísimo), sabremos elegir,
igualmente, sin esfuerzo, solamente aquello que sirve de alimento al alma, pues
“todo es lícito, pero no todo es conveniente. Todo es lícito, pero no todo
edifica” (1Cor 10:23): el ejercicio consciente del libre albedrío para
elegir sabiamente. Y es así como, desde el Espíritu Santo, la razón, por su
sabia elección, se hace pura en su función para el fin que Dios ha dado al
Hombre, que es la Vida Eterna en la perfección espiritual: “lo alcanzan los
escogidos por Él, porque ellos lo escogen. Y a ellos Él revela Su Gloria”
(Sal 51, Katha Up 2, Mund Up 2, Ef 1), de modo que, porque “la causa está
causada por aquello de lo que ella es la causa”[1],
cuando la razón se hace pura en su utilidad, que es elección de Espíritu Santo,
éste la hace pura en su funcionalidad perfecta para el fin.
Desde que el hombre hace uso puro de
su razón para elegir Espíritu Santo, lo encuentra y deja de quejarse,
aquietándose su alma ya sea sentada al escritorio durante todo el tiempo en que
así se lo pida el Espíritu a través de sus “gemidos inefables” (Rom
8:26-30) para alimentarse en el estudio sagrado en el Espíritu que lleva a la
meditación sagrada vivificante, a la oración sagrada que es acción de gracias y
a la contemplación sagrada que es gozo constantemente renovado como el del
manantial de agua viva del río que se ha unido al océano del que una vez nació
como lluvia en lo alto de la montaña, ya sea presta a emprender el camino que
comparte lo aprendido desde que esa obra ha terminado y comienza una obra
nueva.