12.3 (I) El Fin y los Medios

 


   I. Dios no necesita de nuestras buenas obras (acción) ni de nuestra intervención en lo que llamamos realidad exterior (inmanencia): “el Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, Señor de Cielo y Tierra, no habita en templos hechos por la mano del hombre; ni es servido por manos humanas, como si tuviese necesidad de algo, Él, que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él creó de un solo hombre todo el linaje humano y lo ha hecho habitar por toda la faz de la Tierra, fijando a cada pueblo los tiempos de su existencia y el término de su morada, con el fin de que buscaran a Dios por si, escudriñando a tientas, lo podían encontrar, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos; cosa que hasta algunos de vuestros poetas han dicho: que somos de Su linaje” (HA 17:24-28).

   Pablo de Tarso dirigía este discurso a los atenienses, quienes, viviendo una cultura politeísta de adoración a muchos dioses a los que encomendarse según la ocasión, y siempre buscando en ellos un aliado para sus intereses particulares, tenían, sin embargo, en sus calles, un altar vacío sobre el cual no descansaba escultura de dios alguno y en el que se leía una inscripción que rezaba “al Dios desconocido”. Y, como introducción a este discurso, comenzó diciéndoles: “eso que veneráis sin conocerlo es lo que yo os anuncio”.

   Y es que, “en esta vasta Rueda de la creación donde todo vive y muere, el alma humana vaga dando vueltas, como un cisne en un vuelo incesante, pensando que Dios está lejos. Mas, cuando el Amor de Dios desciende sobre ella, encuentra entonces su propia vida inmortal” (Svet Up 1), y si el hombre piensa que Dios Altísimo está lejos y le es desconocido, es porque realmente está lejos y le es desconocido: tan lejos como el hombre está de Dios Altísimo y tan desconocido como es el hombre para Dios Altísimo. Estés donde estés, vayas a donde vayas, la distancia entre ambos es siempre la misma. Pero, “quien ama a Dios, es conocido por Él” (1Cor 8:3) y, entonces, Dios Altísimo está tan cerca de él como él de Dios Altísimo.

   “Pues, Yo no cambio; y vosotros, hijos de Jacob, tampoco habéis dejado, desde los días de vuestros padres, de apartaros de mis enseñanzas y de traspasarlas. Volved a Mí y Yo volveré a vosotros” (Mlq 3:6-7), “Escuchad mi voz, que entonces Yo seré vuestro Dios. Seguid fielmente el Camino que os he prescrito para vuestra felicidad, que Yo no prescribí nada a vuestros padres sobre sacrificios y holocaustos” (Jrm 7:22-23). “El sacrificio de Dios es un Espíritu contrito” (Sal 51:19). Y, así, el Hijo que “entrando en sí mismo” se dijo “Yo voy al Padre” y “levantándose, fue a su Padre, cuando aún estaba lejos, su Padre le vio, y, lleno de emoción, fue corriendo a echarse al cuello de Su Hijo y lo cubrió de besos” (Lc 15:11-32, Stg 4:8).

   Dios Altísimo está lejos y te es desconocido porque tú estás lejos y le eres desconocido. Y por eso “esta es la Vida Eterna: que te conozcan a Ti, el solo Dios verdadero” y a Su enviado en toda generación a través de los siglos (Jn 17:3, Ef 3:21, Mt 23:37, BG 4:8 y 9:11), el Kristo que es Camino, Verdad y Vida (Jn 4:25-26 y 14:6) y que es dado al tiempo dado de los hombres para mantener constantemente en su corazón el modelo que les motiva y empuja a la búsqueda de Dios”[1]. Porque, a medida que tú recorres un solo día en Su conocimiento, Él sale corriendo, recorriendo mil años (2Pedro 3:8 y BG 8:17), haciéndose causa a través de la trascendencia en el conocimiento y causalidad en la inmanencia y en la pureza de tus acciones.


[1] TU: Cap. 9





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