12.1 (y III) Inmanencia y Trascendencia
III. Y es así como la
inmanencia, realidad exterior o forma con que el tiempo dado “se viste” para
hacerse visible, se pone al servicio de la trascendencia como causalidad de la
causa, de modo que, por un lado, su utilidad se manifiesta en que podamos “ver
con nuestro propios ojos” cómo Dios corrobora (Ef 3:16) la correcta o
incorrecta dirección y estado de nuestra causa (progreso del hombre interior)
y, por otro lado, podamos valernos de todo aquello que Dios pone a nuestra
disposición (“lo demás se os dará por añadidura”) como necesariedad de
lo necesario en la sucesión de estados de la causa (progreso del hombre
interior). En otras palabras, si lo que progresa en nosotros es el Espíritu de
Dios Altísimo o cualquiera de los espíritus del mundo (Ef 2). Y si lo que
progresa en nosotros es el Espíritu de Dios Altísimo, Dios continuará
propiciando las condiciones favorables a su progreso, pues “todas las cosas
cooperan al bien de los que aman a Dios, de los que Él ha llamado según sus
designios. Porque a los que de antemano distinguió, los predestinó a reproducir
la imagen de Su Hijo, para que Éste sea el primogénito entre la multitud de
hermanos; y a los que predestinó, también los llamó; y a los que llamó, también
los justificó; y a los que justificó, también los glorificó” (Rom 8:28-30),
en una sucesión de estados de la causa que ha de alcanzar perfección y dignidad
para el Reino de los Fines.
Dios sabe que necesitamos ambas cosas
(trascendencia e inmanencia) para nuestro perfeccionamiento y, por lo tanto,
para “ser corroborados por Su Espíritu en orden al progreso del hombre
interior … y conozcamos la anchura, longitud, altura y profundidad” (Ef
3:14-20) en que se encuentra la dirección y estado de la causa, nos muestra
cómo se ordenan los medios, de modo que, en nuestro trabajo en la trascendencia
(progreso del hombre interior en la sucesión de estados de la causa), hagamos
esto en la inmanencia (realidad exterior que se nos presenta como causalidad
para favorecer esa sucesión de estados): “examinadlo todo y quedaos con lo
bueno” (1Tesal 5:21); “haced esto sin descuidar aquello” (Mt 23:23).
Si uno quiere entender la Cruz como
imagen o gráfico de la triple dimensión del Ser (cualquier figura geométrica
nos vale y esto es lo que nos muestra Leonardo en su
Hombre de Vitruvio: esfera o círculo, pirámide o triángulo, …), puede ver
que, siendo la anchura el travesaño horizontal, y la longitud el
travesaño vertical, dependiendo de que nuestro estado sea más próximo a la
altura o a la profundidad en el travesaño vertical (trascendencia o
progreso del hombre interior), la anchura (travesaño horizontal) es la
inmanencia o realidad visible que comparten todos los que habitan en esa capa
por debajo de la capa del Cielo, y todas sus actividades, sean cuales sean,
están gobernadas por el mismo espíritu: en las prisiones del alma, con
independencia de la puerta a través de la cual se haya entrado en ellas (ira,
lujuria, codicia, …) y de cuál sea la actividad a que se dedique el tiempo
(lavandería, limpieza, talleres, peluquería, cocina, …), todos comparten el
mismo espíritu de supervivencia, temor y quejumbre, mientras que en la capa del
Cielo, con independencia de cuál sea la actividad desempeñada, el Espíritu es
siempre Santo. Por eso aunque “las actividades de los brahmines, los
kshatriyas, los vaisyas y los sudras son distintas … todos ellos alcanzan la
perfección cuando hallan el gozo divino en su actividad” (BG 18:41-45 y
1Cor 12).