12.1 (II) Inmanencia y Trascendencia

 


         II. “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la faz de la Tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas en cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse de ellas en cuanto para ello le impiden. Por lo cual …/… en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío …/… solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados[1].

         Por lo tanto, decíamos, al hombre ha de bastarle saber que existe la Ley y que existe la Gracia para, así, poder elegir sabiamente la presencia del pensamiento consciente  (espíritu o intención) que conduce al fin en la Gracia, sabiendo que todo lo que es fruto de la Ley (que es causalidad de la causa de lo perecedero) está sometido al proceso paulatino de “privación del bien (la vida útil) hasta lo que de todo punto no es” (dando así a cada cosa la utilidad temporal perfecta para el todo), pero que Dios no ha hecho nada malo en ninguna cosa de la Creación, de modo que “cada una de ellas es buena y todas juntas muy buenas”[2].

         Así pues, “Dios trabaja y labora en mí en todas las cosas creadas sobre la faz de la Tierra”, de modo que, “en toda buena elección, en cuanto es de nuestra parte, el ojo de nuestra intención debe ser simple … y, así, cualquier cosa que yo eligiere debe ser a que me ayude para el fin para que soy creado, no ordenando ni trayendo el fin al medio, sino el medio al fin … primero hemos de poner por objeto querer servir a Dios, que es el fin, y secundario tomar beneficio …, que es el medio para el fin; así ninguna cosa me debe mover a tomar los tales medios o a privarme de ellos, sino sólo el servicio y alabanza de Dios nuestro Señor y salud eterna de mi ánima”[3].

         Por poner un ejemplo gráfico: el estiércol no es malo. El estiércol es bueno para fertilizar la tierra y propiciar el crecimiento de un árbol que nos dará deliciosas naranjas con las que alimentar nuestro cuerpo. Mi sabia elección para el alimento será la naranja, sin que el estiércol pueda ser objeto de juicio ni condena por mi parte, sino simplemente no permitiendo que forme parte de mi alimento, pasando por alto incluso su existencia. Y si yo fuese agricultor, almacenándolo en un estercolero bien alejado de la casa, donde ni tan siquiera su olor pueda perturbar la existencia de los habitantes de la casa.

         Del mismo modo en que sabemos elegir sin esfuerzo la naranja y no el estiércol para el alimento del cuerpo, al llegar a conocer que todas las cosas son buenas y, todas juntas, muy buenas, y que en Dios “nada es de suyo impuro, sino para el que juzga que algo es impuro, para ése lo es” (Rom 14:14), al mantener presencia consciente del fin buscado (la perfección en Dios Altísimo), sabremos elegir, igualmente sin esfuerzo, solamente aquello que sirve de alimento al alma, pues “todo es lícito, pero no todo es conveniente. Todo es lícito, pero no todo edifica” (1Cor 10:23) y verás con tus propios ojos cómo es Dios mismo quien, “obrando en nosotros el querer y el hacer” (Filip 2:13) y dándonos, por añadidura, todo lo que necesitamos para buscar y hallar el Reino de Dios y Su Justicia en nosotros (Mt 6:33), cambia nuestros gustos, aficiones, apegos familiares, amistades por aquéllos que sirven al fin buscado, de modo que, “porque era agradable a Dios, fue amado de Él, y como vivía entre pecadores fue trasladado. Se lo llevó para que la maldad no trastornara su inteligencia ni la perfidia extraviara su alma. Pues la fascinación por el mal anubla el bien, y el vértigo de la pasión pervierte a un alma limpia. Llegado a la perfección en poco tiempo, llenó el espacio de una larga carrera. Y pues su alma era agradable al Señor, por eso se apresuró a sacarle de un ambiente corrompido. La gente lo ve, pero no lo comprende ni se da cuenta de esto: que para los elegidos del Señor hay Gracia y Misericordia, y para Sus santos, protección” (Sab 4:10-15). Por eso, “cuando Yo lo amo, YOSOY su oído, su vista, su lengua, su mano …”[4].


[1] EE: [23]

[2] Conf: Libro III, Cap. 7 (12) y Libro VII, Cap. 12 (18).

[3] EE: [236] y [169]

[4] TU: Cap. 5





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