9 (II) Paradoja del Siglo XXI

 


   II. Imagina por un momento que eres un esclavo en una cantera de extracción de piedra para la construcción de la pirámide del faraón. Trabajas sin descanso desde el amanecer hasta el ocaso bajo el sol abrasador y bajo el látigo del capataz, que no te deja respiro, hasta que tus huesos no pueden siquiera soportar el peso de tu cuerpo. Durante tus interminables días de fatigoso trabajo ves cómo el faraón se pasea inspeccionando sus propiedades, transportado a hombros por los esclavos de la corte; y tú sueñas “¡oh; si tan sólo pudiera ser como uno de esos esclavos que trabajan en la corte del faraón; qué feliz sería dejando atrás la cantera para servirle viviendo en las comodidades de palacio!”.

   Sin darte cuenta, sucede el “milagro” y te ves transportado de época, país, …  Ahora eres siervo del rey Enrique VIII y vives en su palacio. Atiendes al rey, a su esposa y a los príncipes. Duermes y vives protegido de las inclemencias del tiempo en un magnífico edificio del siglo XVI construido para la familia real con todas las comodidades imaginables en la época: vistes ropajes dignos de llevar ante la presencia del rey, disfrutas del calor de su espléndida chimenea mientras le sirves en el salón y en el comedor, comes las deliciosas sobras de sus manjares, …

   Servir al rey te permite disfrutar de las maravillas del campo cuando has de acompañarle mientras él y sus cortesanos salen de cacería montando maravillosos corceles, cuando se divierten durante la sobremesa de la cena con la actuación de algún juglar o de algún cómico, cuando paseas por los exquisitamente cuidados jardines de palacio y tu vida se desenvuelve rodeada del esplendor de la riqueza, las fastuosas obras de arte que cuelgan del interior de las paredes de las residencias de invierno y de verano, … ¡Qué distinta es ahora tu vida comparada con la miserable hogaza de pan duro y agua y las penurias que padecías cuando trabajabas en la cantera!

   Sin embargo, sigues siendo esclavo y no te sientes libre. Sientes que, aunque puedas disfrutar de todo ello, nada te pertenece. Trabajas bajo las órdenes de otro siervo superior a ti. Pronto vuelves a sentir que tus jornadas son interminables y no pasa mucho tiempo hasta que sólo eres capaz de ver que aquéllos que te rodean tienen mejor vida que la tuya, mayores comodidades y riquezas y obtienen favores reales que un siervo como tú jamás podría soñar. Son transportados en magníficos carruajes sin tener que andar a pie las enormes distancias que separan el palacio de los numerosos condados que el rey ha de visitar para mantener su control sobre ellos y conservar su trono, tienen siervos como tú que les llenan una bañera de agua caliente en las ocasiones en que deciden tomar un baño y que han de ocuparse de encender las velas de sus estancias para iluminarlas, cocineros preocupados por inventar cada día un nuevo manjar, …

   El resplandor de todo ello te impide ver las ingratas obligaciones y esclavitudes de todos aquellos condes, caballeros, demás cortesanos y hasta del propio rey, quienes, a pesar de la majestuosidad de toda su riqueza, viven como esos animalillos del bosque que, mientras beben agua en el riachuelo, han de mirar a un lado y a otro, vigilando constantemente para no ser devorados por las fieras, y, así, han de proteger sus condados, marquesados, reino, … siempre en peligro y sometidos a presiones incesantes que les impiden ser libres: las traiciones entre hermanos, padres e hijos, la codicia del reino vecino y sus ansias de conquista, los favores que han de ser compensados, las constantes demandas de sus ministros para atender las cuestiones de política nacional e internacional, orden social y justicia, las terribles pugnas con el poder religioso, … Pero, como no eres capaz de ver la esclavitud a la que ellos están sometidos y sólo te dejas deslumbrar por el esplendor que les rodea, día tras día, noche tras noche, piensas: “¡oh; si pudiera yo vivir como este rey y dejar atrás esta ingrata y humillante vida de siervo!”

   Esta vez, tu genio de la lámpara decide darte una lección frente a tu ingratitud y despiertas agazapado en la calle, hambriento y aterido de frío, buscando desesperadamente un refugio en el que descansar y encontrar algo de calor y comida; lo que sea, cualquier cosa. Es invierno y las calles de Berlín están desoladas tras la derrota en la Primera Guerra Mundial y el país está hundido en la más absoluta de las miserias. No hay alimentos, no hay leña para hacer un modesto fuego con el que poder calentarse, las panaderías aparecen rodeadas de colas infinitas de personas que ni tan siquiera albergan la esperanza de alcanzar la puerta antes de que se agote la última hogaza de pan, que ahora cuesta miles de millones de marcos por causa de la frenética inflación, y no hay ni tan siquiera ratas que cazar para llevarse a la boca. Tus hijos mueren de hipotermia e inanición y tú no puedes hacer nada para remediarlo. El presente es espantoso y el futuro es desesperanzador. Sólo quieres morir. Ya sólo luchas contra tu instinto de supervivencia y recuerdas con añoranza los tiempos en que trabajabas como esclavo en la cantera del faraón. ¡Qué tiempos aquéllos! “¡Al menos estaba alimentado y el calor siempre es más soportable que este frío que me corta la respiración y entumece mi cuerpo!” Ahora que no las tienes, eres capaz de apreciar las pocas cosas buenas de aquella vida en la cantera.




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