5 (y IV) La Ley: Causalidad de la Causa de lo Perecedero
IV. Cuando iniciábamos el primer
párrafo del capítulo primero diciendo que “el entendimiento no extrae sus
leyes (a priori) de la naturaleza, sino que se las prescribe a ella; leyes
según las cuales un entendimiento es causa del mundo” no decíamos que sea
el hombre quien invente y promulgue esas leyes, sino que, ya sea de
pensamiento, palabra obra u omisión, determina o hace comenzar
esa causa de la que la Ley es causalidad, “activando” una de esas redes o
entrelazamientos de las infinitas combinaciones infinitesimales de continuidad entre los
vínculos universales que se manifestarán en forma de realidad, existencia o
experiencia posible de la vida en la Ley de todo lo perecedero, como todo lo
que es causalidad de la causa en la naturaleza material. Y para el hombre es
del todo imposible alcanzar a conocer ni tan sólo una millonésima parte de
todos esos infinitos vínculos universales.
La causalidad de la causa en el hombre
perecedero es el deseo (y, por lo tanto, libre elección consciente o
inconsciente) de la Ley/Karma/Talión sobre los demás, a los que no es capaz de
ver y entender como parte de la Gran Unidad Indisoluble e Indivisible de la que
él mismo forma parte (Mt 25:35-40, BG 18:20-22, TU, Tao 25), y, así, su
particular y no universal sentido de justicia (el entendimiento que es causa
de su mundo y ley universal a la que él mismo queda sometido) es causa de la
causalidad que envuelve a su propia naturaleza perecedera. Porque “el
aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley” (1Cor
15:55), es decir, es la elección de la ley como espíritu de vida la que
determina que la calidad del alma sea perecedera y la que fuerza a pecar. Y “por
vuestros pecados (vuestra ley), pereceréis” (Jn 8:24).
De entre todas las realidades posibles, la
necesariedad de lo necesario en las realidades creadas por la Ley o mundos
kármicos la conforma un ordenamiento jurídico y fáctico que lleva la cuenta de
todo y, en una sucesión de causa-efecto, va creando situaciones exteriores y
series de estados en el interior del hombre en mundos sin Presencia de Dios (Ef
2:12) en los que “el esclavo que no sabe lo que hace Su Señor” y se
somete a sí mismo a un laberinto de infinitas leyes que lo llevan a una oscura
ignorancia de las condiciones de su propia existencia: con la medida que mide
es medido, es juzgado tal como juzga, condenado tal como condena, humillado
tanto como se ensalza, … por una ley que se cumple a sí misma inexorablemente.
Alejado cada vez más de la Sabiduría de Dios
para el Hombre, sin entender el único lenguaje común al alma y a Dios (el Verbo
de Dios), la búsqueda de su libertad y de su propio bienestar desde su
creciente ignorancia le llevará a emprender acciones impuras que “se
realizan con deseo egoísta, o sintiéndola como un esfuerzo, o pensando que es
un sacrificio” (BG 18:24, Gn 3:15-19) u oscuras que “se realizan con
mente confusa, sin tener en consideración las posibles consecuencias, o la
propia capacidad, o el daño infligido a otros, o las propias pérdidas
(espirituales)” (BG 18:25, Gn 3:15-19), con lo que “el último estado
de ese hombre viene a ser peor que el primero” (Lc 11:26), pues, al margen
de la Sabiduría de Dios para el hombre (Su Verbo de Gracia), en el lenguaje del
mundo que es la Ley, éste sólo puede hacerse peor a sí mismo, porque lo que
progresa en él es la acción de un mundo que lo aleja de la contemplación en la
Dicha Suprema, llevándolo ante las puertas de todo lo que le es inferior
(=infierno) a ella: “la lujuria, la ira y la codicia” (BG 16:21) a
través de los caminos que a ellas conducen, “la naturaleza engañosa, la
insolencia, el engreimiento, el resentimiento, la dureza y la ignorancia”
(BG 16:4).
Estos hombres se ven impedidos de alcanzar
la dignidad de lo existenciable en el Reino de los Fines porque permanecen en
las regiones de Dios ausentes de Su Presencia consciente, pues, “quien cree
ser algo, no siendo nada (pero pudiendo serlo todo), a sí mismo se
engaña” y “quien cree saber algo, aún no sabe cómo hay que saber, pero
quien ama a Dios, es conocido por Él” (Gal 6:3 y 1Cor 8:2-3). Y sólo el que
es conocido por Dios se hace digno de la existencia en el Reino de los Fines.
Y el hombre cuya “caja de resonancia” que es
esa Verdad en lo íntimo del Ser no vibra con la Sabiduría de Dios para él y,
por tanto, no conociéndose a sí mismo, no conoce a Su Señor, tiene ojos que “mirando,
no ven”, oídos que, “oyendo, no oyen” y corazón endurecido que “no
entendiendo, no se convierte” (Is 6:9-10, Mc 4:12), no sabe que Su Señor es
la Ley o Espíritu de lo perecedero (BG 15:16, HH 26) que él mismo prescribe a
los demás, y que “la causa está causada por aquello de lo que ella es la
causa”.
