5 (III) La Ley: Causalidad de la Causa de lo Perecedero
III. Todo es efímero en las
realidades de la Ley: el sufrimiento es efímero, la felicidad es efímera y la
vida es efímera. Todo en ella es temporal y todo en ella termina pasando. La
Ley está “programada” por Dios para el gobierno de todo lo que es eternamente
efímero a través de una justicia de naturaleza retributiva, tanto en su fortuna
como en su adversidad, proveyendo a cada causa de lo necesario para que cumpla
su función material y temporal y que, una vez cumplida, perezca. Todo ello en
un proceso paulatino que, en expresión de Agustín de Hipona, consiste en la “privación
del bien (la vida útil) hasta lo que de todo punto no es”, dando así
a cada cosa la utilidad perfecta para el todo, de modo que “cada una de
ellas es buena y todas juntas muy buenas”[1].
La Ley, como causalidad de lo efímero,
cumple así su propósito de existencia, haciendo que toda materia “vuelva al
polvo del que fue formada” (Gn 3:19) para volver a ser formada sin memoria
ni recuerdo consciente de su vida pasada. Y esto, como pudiera parecer a
primera vista, no es reencarnación. Es re-creación o re-formación de la
materia, pues, en Dios nada sobra y nada se pierde: “Jesús tomó entonces los
panes, dio gracias y distribuyó a los que estaban sentados todo lo que
quisieron. Lo mismo hizo con los peces. Una vez que quedaron satisfechos, dijo
a sus discípulos: —Recoged los trozos sobrantes, para que no se desperdicie nada”
(Jn 6:11-12). Y nada se pierde porque Dios no ha creado nada malo o inútil,
sino que, como decíamos, “cada una de ellas es buena y todas juntas
muy buenas”.
Y cuando el hombre no es capaz de ver esto,
legisla por su cuenta, juzgando y condenando, sin darse cuenta de que lo único
que está haciendo es vivir por una ley que determinará la causa de su propia
muerte. Por eso el hombre que inicia una vida existenciable en el Reino de los
Fines sólo pide a Dios “concédeme la Gracia de Tu visión pura y dame la Vida
conforme a Tu Palabra, pues Tu Palabra es Verdad. Hágase Tu Voluntad y no la
mía, pues solo Tú sabes lo que es universalmente bueno y puedes dar a mi existencia
el propósito perfecto según Tus designios”, pues, “la luz del cuerpo es
el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará alumbrado, pero si tu cuerpo
está enfermo, todo tu cuerpo estará oscuro. Y si la luz que hay en ti es
tiniebla, ¿cuánta será la oscuridad?” (Mt 6:22-23).
El hombre ha de servirse de los frutos del
trabajo de la Ley en todo cuando le sea de utilidad para el propósito divino de
su existencia[2], pero no
para servirse de la Ley misma, ni sobre sí mismo ni sobre los demás.
Desear “que caiga el peso de la Ley” sobre
los demás es juzgar que Dios es negligente y blasfemar contra el Espíritu Santo
(Mt 12:32) por el que la Ley ordena todas las cosas conforme a la Sabiduría de
Dios, y él mismo perece bajo ese peso de la Ley. El deseo de la Ley sobre los
demás es cuestionar esa Sabiduría de Dios en la que “hay en ella, en efecto,
un espíritu inteligente, santo, único, multiforme, sutil, ágil, penetrante,
límpido, diáfano, impasible, amante del bien, afilado, expedito, benéfico, amigo
de los hombres, estable, firme, libre de inquietudes, que todo lo puede, todo
lo vigila y penetra en todos los espíritus, los inteligentes, los puros, los
más sutiles. Pues más móvil que todo movimiento es la Sabiduría, y por su
pureza lo atraviesa y lo penetra todo. Es ella un soplo del poder de dios, una
efusión pura de la gloria del Todopoderoso; por eso nada manchado entra en
ella”. Y, así, el efecto que se consigue deseando la aplicación de la Ley
sobre los demás es que nada manchado entra en las regiones de la Gracia,
porque la Ley es “guardián de Sus puertas”, y quien vive por y para la Ley,
vive y muere por y para la Ley, pues “la maldad es cobarde y a sí misma se
condena; acosada por la ciencia, siempre se imagina lo peor” (Sab 17:10) y “la
maldad matará al malo” (Sal 34:22), porque “para los buenos son llanos
Sus caminos, pero para los malos son piedras de tropiezo. Desde el principio
fueron creados los bienes para los buenos y los males para los malos” (Eclo
39:24-25) y “el Universo luchará contra los necios” (Sab 5:20) por la
Ley que es causalidad de la causa de todo lo perecedero por privación del bien,
cumpliéndose a sí misma a través de lo que Ibn Arabí denominaba “la
continuidad infinitesimal de todos los vínculos universales”[3]
y cuya existencia tan bien conocía ese centurión en el que Jesucristo
decía haber visto una Fe tan grande como
no había visto en todo Israel (Lc 7:1-10).
