Los mundos sin Dios (II)
Sin embargo, todo ello no sirve sino como trampa
que propicia esa “mutación genética” de nuestra naturaleza que supone el no
querer conocer al Dios Verdadero (Jn 17:3) y, en consecuencia, “convertirnos nosotros mismos en dioses, sólo
para aparecer dignos ante ellos”, aplacando ese natural deseo -que
invariablemente se ha manifestado en nosotros desde las más primitivas
organizaciones tribales hasta nuestros días- mediante una ilusoria descarga de
nuestra conciencia a través de la participación en las mismas, ya sea en forma
de domiciliación bancaria, de participación ocasional en determinados momentos
propiciados por una catástrofe de dimensiones mediáticas que cubren los
telediarios de dos o tres jornadas y que quedan rápidamente en el olvido o de
plena dedicación heroica de sus integrantes.
Lo mismo cabe predicar de todas aquellas
“marcas registradas de la Fe” que hacen creer a sus feligreses y parroquianos
que el mero hecho de militar en ellas les hace ser tan “buenas personas” como
“malas personas” son los militantes de una “marca registrada de la Fe” distinta
de la suya[1].
Como digo, todas ellas encomiables desde el
punto de vista de su vocación humanitaria y desde aquí animo a todos y cada uno
de los lectores a encontrar aquélla que se ajuste al perfil de sus
inclinaciones solidarias, pero no como fin en sí mismas, sino como medio para el
Fin divino en el hombre, que no es otro que alcanzar la dignidad de la Gracia y
de la Pureza Espiritual hasta la consumación en la Unidad en el Altísimo (Jn
17:21-23), esto es, la alabanza de Dios y la salvación del alma.
Porque, ¿qué hay más allá de esas entidades
si eliminamos a Dios de la ecuación? ¿No es cierto que a través del eufemismo
de hacerte más “humano” te hacen olvidar que lo que debes ser es más “divino”?
¿Qué hay del perdón incondicional que te libera de tu propio malestar emocional
y espiritual y que facilita a los demás sus relaciones contigo? ¿Y de las
esclavitudes del rencor y del odio? ¿Te libera tu activismo en una ONG de la
encarnizada guerra que mantienes con tu cónyuge en un divorcio envenenado por
la codicia y el resentimiento que incluso prioriza tus propios intereses sobre
la higiene psicológica y la salud emocional de tus hijos?[2]
¿No genera, acaso, únicamente la falsa ilusión de que eres “buena persona”
porque abrazas una causa solidaria y de que no necesitas a Dios en tu vida
porque ya eres ese ser superior que tanto fascinaba a Nietzsche? ¿Te liberará
de los horrores de la insufrible contienda judicial que mantienes con tus
hermanos por la repartición de la herencia? ¿Y del poso de ponzoña que se va
acumulando en tu interior a través del descrédito y la ácida crítica que
derramas contra tu compañero de trabajo y aquellas otras personas que no son de
tu agrado? ¿Y de la condena maliciosa que haces de todo aquél que no se ajusta
a tu modo de pensar y de obrar? ¿Y de la envidia, de los celos, de la burla, de
la competitividad, del materialismo, …?
Ciertamente, no. De ello sólo te libera el Reino de Dios que jamás hallarás en una entidad distinta de la Verdad en lo Íntimo del Ser (Sal 51, Mt 6:6).