Los mundos sin Dios (I)
La tristemente famosa frase de Friedrich
Nietzsche, “¡Dios ha muerto!” ilustra gráficamente la vida y existencia
en los mundos sin Dios; mundos en los que la influencia de todo lo material es
tan intensa en las personas que los habitan que, apagando el espíritu día tras
día, alejan definitivamente de Dios y del deseo de conocerlo.
Esta frase, tantas veces sacada de contexto,
no es sino la conclusión desde y hacia la que el sistema trata de conducirte
para ganar su infinita batalla contra la inclinación natural del hombre y ha de
ser analizada dentro del contexto de los capítulos 125, 2 y 3 de “La Gaya Ciencia” y que, en mi opinión,
son los que le sirven de autolegitimación en el contenido de su subsiguiente
producción literaria que le lleva a “parir”, y no sin dolor, títulos como “Así habló Zaratustra”, “Más allá del Bien y del Mal” o “El Anticristo” y su convulsiva y desoladora
“ley en contra del cristianismo”,
aplicable, por otra parte, a cualquier otra profesión de fe.
Nietzsche parte (capítulo 3 de la obra
citada) de su autoconsideración como un ser de sentimientos nobles y generosos
–a pesar de que en el capítulo anterior busca la manera de autojustificar su
naturaleza injusta a través de la búsqueda y puesta de manifiesto de lo que
considera despreciable en el ser humano: la mala conciencia intelectual de
muchos de los que se consideran piadosos y su desidia en el ejercicio del
fortalecimiento de sus creencias-. Y así, desarrollando a través de la
ridiculización su feroz enconamiento y odio visceral a los que él considera “seres vulgares” por no entender al ser
noble y generoso desprovisto de intenciones egoístas, convierte a ese ser noble
y generoso, precisamente, en un ser soberbio a quien su autoconsideración de
“ser superior” le lleva a erigirse en “anticristo”
que se posiciona “más allá del bien y del
mal” a través de un bucle de ciega vanidad que le impide ver que es,
justamente, esa soberbia y altivez de espíritu la que lo coloca en el preludio
de su autodestrucción (Prov 16:18) y que no necesariamente le lleva a la
negación de la existencia de Dios, sino a eliminarlo de su vida a través del
asesinato relatado en el capítulo 125 y que él mismo tituló “El Hombre frenético”:
“El hombre frenético saltó en medio de
ellos y los traspasó con su mirada. <<¿Adónde ha ido Dios? –gritó-, ¡yo
os lo voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus
asesinos! …/… ¿No olemos aún nada de la descomposición divina? También los
dioses se descomponen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! ¡Y nosotros lo
hemos matado! ¿Cómo nos consolamos los asesinos de todos los asesinos? Lo más
sagrado y lo más poderoso que hasta ahora poseía el mundo sangra bajo nuestro
cuchillos. ¿Quién nos lavará esta sangre?¿Con qué agua podremos limpiarnos?
¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la
grandeza de este hecho demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de
convertirnos nosotros mismos en dioses, sólo para aparecer dignos ante
ellos?>>”[1].
Así pues, la razón de la existencia en los mundos sin Dios la pone al descubierto el propio Nietzsche: el sistema del reino no de Dios ha de dar respuesta a quienes, “siguiendo la corriente de este mundo” (Ef 2:2) y, por tanto, habiendo “matado a Dios” en sus vidas a pesar de sus convicciones, necesitan sentirse limpios y encontrar un manantial de agua en que poder lavar la sangre de sus cuchillos, propiciando que, a través la proliferación de entidades presentadas ora en forma de loables ONG ora en forma de siempre encomiables campañas de solidaridad y preservación ecológica del planeta, en ellas se excluya deliberada y absolutamente la mención de Dios o de Su Nombre.