14.2 (III) Razón adversa y Razón propicia
III. La razón humana no es un
atributo despreciable, sino, precisamente, aquel atributo dado al Hombre por
Dios en el que reside la facultad de ejercicio del libre albedrío que le
permite elegir su propio destino si, antes, llega a conocerse a sí misma y al modo
en que conoce lo que está fuera de sí misma, precisamente, para no vivir (y
morir) dentro de los límites de sus propios
razonamientos humanos “con apariencia de sabiduría” (Col
2:20-23), sino dándole el lugar que le corresponde como subordinada del
Espíritu dentro de la jerarquía correcta del Ser (Mt 16:23), de modo que “quien
vive en esa cima de sí mismo, domina el destino; quien vive en los niveles
inferiores del yo, está sometido a los astros y sólo es un fragmento del
universo”[1].
Y según sea ese uso correcto, incorrecto u oscuro que demos a tan asombroso
atributo puesto por Dios en el hombre, así será su destino:
-
El natural que corresponde a la causa de todas
las cosas creadas, que es la existencia en los interminables ciclos de vida y
muerte en el Reino de los Medios y la Mediedad: “con el sudor de tu frente
comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de la que fuiste formado. Porque
eres polvo y al polvo volverás” para volver a ser formado desde el polvo y
sin memoria ni preexistencia (Gn 3:19), pues “lo nacido de la carne, carne
es” (Jn 3:6).
-
O, “antes de que el polvo vuelva a la tierra
como vino, que el aliento se torne a Dios que lo dio” (Ecl 12:7) a través
de una vida Krística de Una Razón Pura en la que el destino es el que
corresponde a la causa Divina, que es la existencia eternamente eterna en el
Reino de los Fines de quienes alcanzan la dignidad de Ser Hijos del Altísimo
(Lc 6:35), y de quienes Jesucristo, citando expresamente el Sal 82, dice “¿no
está escrito en vuestra Ley: ‘Yo dije, dioses sois’? Si llamó dioses a los que
dirigió la Palabra de Dios, y la Escritura no puede fallar, al que el Padre ha
santificado y enviado al mundo, ¿vosotros decís que blasfemo porque he dicho
‘Soy Hijo de Dios’?” (Jn 10:34-35).
Por eso, cuando el ejercicio de nuestro
libre albedrío para la elección de Espíritu Santo ha sido sincero y no fingido,
la primera “bendita adversidad” que muestra Dios Altísimo al nuevo discípulo de
la Gracia es el conocimiento de los límites y del alcance de las competencias
de la razón humana y su capacidad para “darse la vuelta”, de manera que esa
adversidad se torne propicia como primera Bendición que otorga Dios al Hombre
que dice “Yo voy al Padre”: la Liberación de la carga que pesaba sobre
el hombre viejo por mor del lugar que la razón ocupaba en el Ser, y el
nacimiento a la causalidad de la causa de lo existenciable en lo Eterno[2] en el
hombre nuevo que renace al Espíritu de Dios desde esa Paz Divina que no
turba el corazón y no tiene miedo y que en nada se parece a la que da el mundo:
“Venid a Mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y Yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de Mí,
que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi
yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11:28-30). “A todos los que le
reciben les da el ser Hijos de Dios, quienes ni de la sangre ni de la carne ni
por deseos naturales ni por voluntad humana son nacidos, sino que nacen de
Dios” (Jn 1:12-13), pues, del mismo modo que “lo nacido de la carne,
carne es. Lo nacido del Espíritu, Espíritu” (Jn 3:6).