14.3 (I) Razón adversa y Razón propicia
I. Cuando la razón deja de ser
adversa y se vuelve propicia en su funcionalidad pura para trabajar para la
causa Krística del Hombre que “va al Padre”, deja de orar pidiendo todas
aquellas cosas que antes solía pedir “creyendo que por hablar mucho iba a
ser escuchada” y entiende que orar no es hablar, sino escuchar, en la
comunión con el Padre “en lo secreto” de la meditación silenciosa y la
contemplación sagrada, los dictados del Espíritu que “conoce nuestras
necesidades antes de que le pidamos nada” (Mt 6:6-8). Y, así, no hablando,
sino escuchando, “el Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza, porque no
sabemos orar como es debido, pero el Espíritu intercede Él mismo por nosotros
con gemidos inefables, y el que sondea los corazones sabe lo que desea el
Espíritu y que su intercesión por los santos es según Dios” (Rom 8:28-29),
no solamente “obrando en nosotros el querer y el hacer” (Filip 2:13),
sino también “mostrándonos en cada momento lo que conviene decir y hacer”
(Lc 12:12).
Y esto no significa que lo que el
Espíritu dicta a la razón para el gobierno del Ser haya de resultar del agrado
y complacencia de los hombres. Más bien, todo lo contrario. “Sólo quien es
de Dios, escucha las Palabras de Dios” (Jn 8:47), porque también ha “dado
la vuelta” a la razón humana que antes le era adversa[1],
y, entonces, el más avanzado se hace el más joven y pequeño para servir a
los menos avanzados, enseñando primero como a lactantes hasta conferir el Reino
de Dios como lo recibió, siendo Él quien lava los pies a sus discípulos porque
es en ellos en quienes Él puede cumplir su propósito en el mundo hasta que Dios
acabe en Él Su Obra (Lc 22:24-30, 1Cor 3:1-3, Jn 13:3-9, Jn 17, BG
18:68-69).
Pero quien vive aún según el
entendimiento de una razón humana gobernada por cualquiera de los espíritus o
corrientes del mundo (Ef 2:1-3) y sin voluntad de querer conocer a Dios para
aliarse con Sus propósitos, sino que lo busca como aliado para sus propios
propósitos particulares, no sólo no entenderá, sino que encontrará ofensa ahí
donde no la hay, pues “si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a
Mí. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo. Pero como no sois del mundo,
pues yo os he escogido y os he sacado del mundo, por eso el mundo os odia”
(Jn 15:18-19). Porque, como tantas veces hemos insistido, el Hombre cuya
determinación es “Yo voy al Padre” ninguna otra cosa busca, mas que la
alabanza de Dios (2Cor 10:17-18), y no de los hombres: “¿Acaso busco yo
ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿Es que trato de agradar a los
hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, no sería siervo de
Kristo” (Gal 1:10). “El mundo no os puede odiar, pero a mí me odia
porque testifico de él que sus obras son malas” (Jn 7:7).
Y por eso el Espíritu Santo nos lleva
siempre por el discurso que queda autorizado cuando hablamos “en nombre de
nuestro Maestro” y en acción de Gracias por Su intercesión (Dt 18:18-19, Ex
3:13-15, Col 3:17, 1Cor 3:5-7, Tob 12, BG 16:23-24, 14:26, 13:7, Jn 8:28-29, Mt
7:28-29, HA 4:8-14, Jn 17), pues es así como es “bendito el que viene en
Nombre del Señor” sin buscar su propia gloria en los hombres mediante el
exhibicionismo dialéctico de la razón humana, sino exclusivamente en Dios (Jn
7:16-18)[2]. “A
esto se llama identificarse con el Cielo: recto por dentro, respetuoso por
fuera … cuando tomo como ejemplo a los antiguos, me identifico con los
antiguos; mis palabras son amonestaciones, mas todas con fundamento, pues son
de los antiguos, no invención mía. Y siendo así, aunque francas, mis razones no
podrán ser ocasión de enojo; a esto se llama identificarse con los antiguos”
(Zz 4:1).
Como decíamos al final del capítulo
13.1, el Espíritu Santo es el único que alimenta, alegra y aquieta al alma como
el arpa de David a Saúl y como la leche materna al bebé, porque “el alma se
apacienta de aquello que se alegra” (lo que está designado para ella) y no
de lo que la desasosiega, y ello porque Dios no es ni un sádico ni un
masoquista ni un sadomasoquista, sino Dicha Suprema. Y en ese propósito creó
Dios al Hombre Adán: para Su propio gozo y para el gozo del Hombre que es Hijo
lleno de Gracia y libre de pre-ocupaciones, que son sólo la forma en que se
manifiesta su alejamiento de Dios Altísimo desde que, saliendo de Gn 1 y 2,
pone el pie en Gn 3 y elige vivir a su riesgo y ventura, desprovisto de
Sabiduría Divina y recorriendo un camino árido y solitario en el que se perderá
irremediablemente si no lo anda en Su Presencia para volver a donde una vez
perteneció.
Ya desde el inicio de estas
publicaciones hemos insistido en el que el trabajo del Hombre que dice “Yo
voy al Padre” es esa prospección interior a la que llamamos “arqueología
del Ser”, y que el trabajo de Dios es lo que hemos llamado “geometría y
metafísica del Ser” (Jn 5:17)[3]. Y esto es
así porque, en la Obra y Gracia del Espíritu Santo por la que el Hijo es imagen
visible de los atributos del Nombre del Padre, somos “edificados para llegar
a Ser morada de Dios por el Espíritu” (Ef 2:22, Jn 14:23) y, por tanto,
Suya es la edificación, sólo Él puede ser su Artífice y sólo puede serlo según
Su voluntad. Nuestro es el libre albedrío para la cimentación de la Fe que es
esa unión indisoluble del amor, la libertad absoluta y la confianza en el
Espíritu Santo (el poder de la Gracia). La edificación en Suya, y nuestra es la
contemplación que se maravilla en “cómo resplandecen las obras de Dios”
(Jn 9:3) por el poder que actúa dentro y fuera de nosotros, y, por lo tanto,
requiere de nosotros “estar dispuesto a lo imprevisible, a no controlar la
existencia … a estar dispuesto a hacer la voluntad del Padre. Se trata de vida,
no de creencias. El alimento de Jesús es cumplir la voluntad del Padre”[4].
Y esto no puede significar otra cosa que depositar libre y voluntariamente
nuestra plena confianza, al cien por cien, en la obra que Dios ha de hacer y
acabar en nosotros. Y esto no es posible hacerlo desde la razón (Mc 10:27),
sino “en Espíritu y en Verdad” (Mc 12:24), para la que la razón se
convertirá en herramienta inestimable a su servicio, en lugar de ser piedra de
tropiezo en su Camino (Eclo 34:16-17).
[1]
Recordemos la definición y etimología de la palabra “adversidad” que ofrecíamos
al final del Cap 13: “cualidad de adverso”, su etimología viene del latín adversitas
y significa "cualidad de contrario". Sus componentes léxicos son: el
prefijo ad- (hacia), versus (dado vuelta), más el sufijo -dad
(cualidad).
[2]
Especialmente ilustrativo de esto que acabamos de exponer son los “Diálogos
Socráticos” que nos ofrece Platón en “Apología de Sócrates ante el
Jurado” y “El Protágoras”, en íntima relación con la Verdad constantemente reivindicada en todos los Libros
Sagrados: “quien cree ser algo, no siendo nada (pero pudiendo serlo
todo), a sí mismo se engaña” y “quien cree saber algo, aún no sabe
cómo hay que saber, pero quien ama a Dios, es conocido por Él” (Gal 6:3 y 1Cor 8:2-3), y, entonces, “te
basta Mi Gracia, pues Mi Poder se desarrolla en la flaqueza” (2Cor 12:9).
[3] Ver Lib
1, Cap 3: “Arqueología, Geometría y Metafísica del Ser”.
[4] RJH:
Cap 2.8: “Si el Padre no atrae …”.