14.1 (II) Razón adversa y Razón propicia

 


         II. Y ello, precisamente, por no trascender los límites de la mera razón, que se encuentran en la revelación que nadie más puede transmitir[1], y cuya única fuente es la relación íntima y estrecha entre Padre e Hijo: una relación que, sólo cuando es vivida “en lo secreto” (Mt 6:4, 6, 18 y 19-21 y Rom 14:16 y 22), a través del estudio de los Libros Sagrados, la meditación, la oración y la contemplación sagradas, es vivificada por el Espíritu Santo para “la justicia, paz y gozo” (Rom 14:17) del Espíritu en el hombre por su entendimiento espiritual y de su razón humana al ser dispensada de lo que no le corresponde (Mt 16:23), pues si, como veíamos al inicio de este capítulo, la razón humana no necesita descubrir “lo interior de las cosas” (noúmeno), el Espíritu que dice “Yo voy al Padre” sí lo necesita (de ahí la predisposición del hombre a la metafísica), “y vuestro Padre conoce vuestras necesidades antes de que se lo pidáis” (Mt 6:8), a fin de que, en esa comunión espiritual que es la revelación, “no haya nada oculto que no haya de ser revelado, ni nada escondido que no haya de salir a la luz” (Mc 4:22) y, a diferencia de los laberintos en los que la razón se pierde irremediablemente, el Espíritu encuentre satisfacción a esa necesidad en la Verdad en lo íntimo del Ser que es el único lugar en el que Dios nos enseña Su Sabiduría para el Hombre[2] y, por ende, siendo cierto que a la razón no le es dada la comprensión de lo Divino mas que a través del cumplimiento del deber moral (imperativo categórico de la ley moral), pueda también, dentro de sus límites y competencias, encontrar descanso en el cumplimiento de los dictados del Espíritu que sí ha conocido y comprendido lo Divino.

         “Sólo a partir de la Verdad del Ser se deja pensar la esencia de lo Santo. Sólo a partir de la esencia de lo Santo ha de pensarse la esencia de la Divinidad. Sólo a la luz de la esencia de la Divinidad puede ser pensado y dicho qué debe nombrar la Palabra Dios”[3], de manera que “Él es el Nombre y lo Nombrado”[4], pues, del mismo modo que, como veíamos en capítulos anteriores, “los pensamientos sin contenido están vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas”[5], “sin la Virtud, Dios es sólo una palabra”[6], vacía por falta de contenido y ciega por falta de concepto de aquello que es nombrado con el nombre, como puede ser la de quien dice creer en un dios al que no ha conocido ni, mucho menos, cree A Dios Altísimo, sino a las especulaciones de una razón (o una religión elaborada dentro de sus límites) que, gobernada por un espíritu al que desconoce, cree estar al gobierno del Ser pero que, en realidad, en nada se diferencia de “los demonios que creen en Dios y se estremecen” (Stg 2:19) como el esclavo que no sabe lo que hace su Señor (Jn 15:15) y, sin saberlo, es imagen del nombre de su padre (Jn 8:42-47).

         Por el contrario, porque Jesucristo dice “Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido” (Jn 17:25), puede decir “vosotros amad a vuestros enemigos, haced el bien y dad sin esperar nada a cambio; así vuestra recompensa será grande y seréis Hijos del Altísimo. Porque Él es bueno para malos e ingratos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6:35-36), y “yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y se las revelaste a los pequeños” (Mt 11:25), tal y como Arjuna puede decir a Krishna “por Tu Gracia he recordado mi luz, desapareciendo con ello mi engaño. Ya no tengo dudas; firme es mi Fe, y bien puedo decir ahora: hágase Tu Voluntad” (BG 18:73) y Agustín de Hipona dice “¿cómo os invocará el que no os conoce? Pues, no conociéndoos, podrá invocar una cosa por otra”[7]. Y ¿cómo, entonces, desear que se haga en nosotros la Voluntad de aquello que no conocemos? Sólo en el conocimiento de Dios como infinitamente misericordioso podemos quererlo como “Señor de los Cielos y de la Tierra y de todo lo que hay entre ambos para quienes creen con certeza (Cor 26:23) a través del conocimiento del Nombre y los Atributos de lo Nombrado (Sal 91), conocimiento que le es imposible a la razón por estarle reservado únicamente al Espíritu, de manera que, porque “lo nacido de la carne, carne es; y  lo nacido del Espíritu, Espíritu” (Jn 3:6) lo que “para el hombre es imposible, no lo es para Dios, porque para Dios todo es posible” (Mc 10:27). Y Dios es Espíritu (Jn 4:24).

         Y es que en la sencilla frase “yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y se las revelaste a los pequeños”, en la que el Nombre y lo Nombrado, la Palabra y su Virtud, condensan el entrelazamiento trinitario del Ser Uno y Trino consciente de Sí Mismo, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, resume Jesucristo a la perfección la necesidad que tiene la razón de conocerse a sí misma antes de poder conocer a Dios cuando ha abandonado los caminos del Espíritu por los de la erudición y el racionalismo propio de los doctores de la Ley que, por su soberbia, se ven impedidos del conocimiento de Dios Altísimo.


[1] En este sentido, y como sucede con frecuencia, con diferentes expresiones manifiestan Pablo de Tarso y Kant exactamente la misma idea. Así, cuando Kant expresa que “no debe introducirlo de ninguna manera en el curso de sus explicaciones”, Pablo de Tarso dice “No expongáis, pues, vuestra ventaja a la maledicencia … La Fe que tú tienes, guárdatela para ti ante Dios” (Rom 14: 16 y 22).

[2] Ver Lib 1, Cap 2

[3] Heidegger: “Carta sobre el Humanismo”.

[4] TU: Cap 1

[5] Ver Lib 2, Cap 8:III

[6] Plot: Cap 5

[7] Conf: Libro I, Cap. 1 (1)





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